¿Quién hizo de la tierra del hombre? ¿Quién dijo nunca que el hombre tiene derecho de posesión sobre la tierra? ¿Quién hizo de la tierra una parte más de los números y riquezas con los que contaba sólo y exclusivamente una persona? ¿Cómo podemos decir que la tierra es de nadie, cuando fuimos nosotros quienes llegamos después que ella?
La naturaleza, en todo su esplendor, nos da unas muestras muy claras de libertad. Es, quizá, el ejemplo más claro que tenemos en lecciones sobre libertad al no estar sujeto a nada. Y cuando hablo de <<naturaleza>> me refiero esencialmente a aquello que no es artificial, creado por el hombre; por supuesto, no entendemos la naturaleza como algo perfecto en ningún caso, no lo es, pero en cambio, sí podemos verla como libre al no depender de nada. Es natural el Universo en su esencia de forma aislada, es natural el Sol, el planeta Tierra, la atmósfera que estamos destruyendo, el agua que bebemos o en la que nos bañamos, los animales a los que esclavizamos, la tierra en la que cultivamos y edificamos… Todo debe ser libre en su naturaleza. ¿Entonces por qué es característica la mano del hombre en ellos? Pues es precisamente porque estamos rompiendo con esa regla natural, estamos rompiendo con su libertad natural. Eso es lo que le sucede a la tierra, que es el motivo por el que escribo estas palabras. Querido lector, adéntrese conmigo en un camino reflexivo sobre hasta qué punto la tierra debe ser una posesión más de una persona más.
Yo mismo me crie en tierras rurales, repletas de largas extensiones de olivos y terrenos de plantación donde el campo es la principal fuente de supervivencia de todos los campesinos, agricultores o jornaleros. Éstos, precisamente, son quienes sirven a los terratenientes. Suena a antiguo la existencia de terratenientes y señoritos, pero es un sistema que a día de hoy se sigue implantando y sigue primando en el campo; aunque bien es cierto que muchas veces son los propios agricultores quienes son esos mismos terratenientes y, rara vez, trabajan la tierra salvo que el orgullo les pueda más y decidan hacerlo sólo –lo cual hay que reconocer como un mérito enorme, no todos somos capaces de trabajas tantas hectáreas de tierras solos–. Pero esto no quita que la realidad principal es que hay siervos, quienes trabajan la tierra, y hay amos, quienes ven los beneficios de esa tierra en gran medida.
Es la lucha de clases, la lucha del jornalero y el campesino que trabaja la tierra contra aquel señorito parasitario que se queda con los beneficios que genera. Ahí reside la lucha del trabajador rural, en su amor por la tierra y a su trabajo, ese tan necesario para la existencia de toda una sociedad. El menosprecio que sufren estos trabajadores en comparación a su importancia es totalmente desproporcional e injusto. Pareciera incluso estar mal visto hoy día el trabajo en el campo, reservándose “para los tontos”, es decir, aquellas personas que no han estudiado o que no han tenido ocasión. ¿Pero cómo se puede tener la cara de decir eso cuando si no fuera por estos campesinos y jornaleros no podríamos comer siquiera?
La agricultura es un trabajo infravalorado, el campo ofrece una cantidad de lecciones innumerables, y realmente te hace vivir en tus propias carnes lo que es la dedicación y el rendimiento estricto. Necesitas la precisión de un cirujano, el cariño de una cuidadora de guardería, la valentía de un bombero y la voluntad de cualquier trabajador honrado que desee vivir bien y que desea lo mismo para sus compañeros.
Podemos decir entonces que toda aquella persona que menosprecie el trabajo manual en el campo es, precisamente, porque no ha puesto un pie en una hectárea de olivos, por ejemplos, en su vida. Ignora aquello que critica de forma incongruente, tanto como lo hace cualquier persona que habla sobre algo sin tener conocimiento alguno más que prejuicios. ¡Y qué casualidad que estas personas que critican ese trabajo suelen ser gente pudiente con las manos sin agrietar y bien cuidadas y delicadas!
Ahora bien, hablemos sobre el derecho de posesión de las tierras. Esto es algo que se remonta desde comienzos de la historia, pero cuyo ejemplo más cercano lo podemos observar en la Edad Media y su sistema feudal, en el que el noble era poseedor de las tierras, que eran trabajadas por campesinos que servían en esclavitud al noble a cambio de impuestos al propio noble y al clero. Este sistema prevaleció, con la Revolución industrial y el surgimiento de los capitalistas, quienes vieron gracias a las leyes de cercamientos inglesas y al fin de las tierras comunales una gran oportunidad de inversión para ver beneficios. Hasta la hora de ahora, en la que mediante un sistema de señoritos y terratenientes los campesinos y jornaleros tienen que aguantar esa misma servidumbre por unas mínimas migajas del propio beneficio que ha obtenido con el sudor de su frente y la fuerza de sus manos –y demos gracias a que se ha empezado a modernizar el trabajo con el empleo de maquinaria–; todo para que una vez acabada la temporada de trabajo acaben subsistiendo en el paro sin poder encontrar, en su mayoría, un trabajo (no podemos pedir siquiera que sea decente).
Nadie nunca se ha preocupado por la vida de los trabajadores rurales, y siempre que han puesto la voz en alto han sido reprimidos o acallados con brutal represión. ¿No cree, querido lector, que es hora de cambiar el reconocimiento que les damos a estos honrados trabajadores? Quizá de esa forma, y viendo realmente digno el trabajo rural, lleguemos a mejorar como sociedad que busca la libertad y el progreso –o que, por lo menos, debería ser así, ¡no debemos caer nunca en la reacción ni doblegarnos ante ella!
Aunque sucede como en todos los sectores al fin y al cabo, nunca nadie se preocupa por la misma vida del trabajador, que es el motor de todo, esa pieza con la que no podría haber nada de no existir. Es el pueblo trabajador, obrero y campesino, el que realiza la fuerza de choque para la existencia de cualquier base sobre la que asentar nuestra sociedad.
No sería un mal comienzo quitar de nuestra cabeza absurdos prejuicios que tenemos sobre los campesinos, sobre el trabajo en el campo, y sobre su necesidad. Quizá después de eso podremos pasar a la siguiente lección que pretendo dar, querido lector: la tierra y su derecho de posesión.
Para esto, debo remontarme al principio de este tratado sobre la tierra, ¿de quién es la tierra? ¿Quién puede decir que es suya y por qué puede decirlo? Destriparé la respuesta desde ya: absolutamente nadie, ni siquiera el mismo trabajador que es quien con el sudor de su frente y el trabajo de sus manos se deja la vida ahí.
¡Y por favor, no se me malinterprete! Con esto no quiero contradecirme con lo que he dicho anteriormente, no me refiero a eso. Estaba valorando el trabajo realizado, no el derecho de posesión, ahora estamos con esto último. No se malinterprete ni se transgiverse.
Continuando con el tema a tratar, ningún título nobiliario, ningún papel de posesión, ninguna declaración frente a ninguna institución, ninguna imposición arbitraria, ningún tipo de poder que tenga ninguna persona, absolutamente ningún invento humano podrá hacerle al humano dueño de la tierra. ¡En ningún caso! Y nos debemos remontar, para explicar su porqué, al principio del texto: nadie puede declararse dueño de la tierra ya que esta es natural en su misma esencia, es libre, y nosotros, a pesar de ser una raza que proviene de la naturaleza, no tenemos ningún tipo de derecho a anteponer nuestra libertad a la de la misma tierra por anteposición natural. Dicho de otra forma, si la tierra es libre y el ser humano en su naturaleza también lo es, nada nos da derecho a violar la libertad de la tierra. Debemos convivir como elementos libres de la naturaleza. Se ha popularizado con el tiempo un viejo lema, “la libertad de uno acaba donde empieza la del otro”; pues bien, en este caso, como en su mayoría, debe respetarse esta norma.
Creo que es una buena forma por la que pueda verlo, querido lector.
Pero claro, entonces, ¿si el ser humano no tiene derecho de posesión cómo va a tener derecho de explotación o manipulación sobre la tierra? ¿Si no podemos aprovecharnos de ella por no tener posesión de la misma cómo vamos a ver sus beneficios? Pues a esto, responderíamos con otra pregunta: <<¿Quién dijo nunca que hiciera falta la posesión para ver beneficios de algo, en este caso, de la tierra?>>. Pongo un ejemplo que sobre todo espero que atraiga a la juventud; si tenemos un amigo, esperamos de él que nos escuche, que pase tiempo con nosotros, que nos trate bien, que esté cuando lo necesitemos, que sea real… Lo que viene siendo, realmente, un beneficio, algo positivo que obtener de él. En cambio, este amigo nuestro no es nuestro. Es decir, nos da un beneficio a cambio de una actitud recíproca, sin atarse a ser de nosotros como lo es nuestra ropa o nuestra cama. No hace falta que algo sea nuestro para llegar a recibir algo bueno. Y para que esto sea sano, debe ser recíproco. Exactamente de la misma manera sucede con la tierra y con el hombre. La tierra le dará sus frutos para su supervivencia y, el hombre, la cuidará con tiento y mimo para agradecerle que eso sea de esta manera.
No es una idea tan delirante creer que realmente todos podemos contribuir al cuidado y al trabajo del campo. Hay muchos secretos que aún nos esconde y que tenemos, como raza curiosa que somos, ganas infinitas de descubrir. Pero para poder hacerlo debemos cuidarla, debemos respetarla y no perjudicarla. Un principio para lograr esto sería la abolición de toda posesión sobre cualquier mínima parcela de tierra. Si no es de nadie, nadie podrá hacer con ella lo que quiera, sobre todo si entendemos que la tierra es libre, así como nosotros, una libertad que no es la tierra quien la viola, sino nosotros mismos quienes rompemos con nuestra misma libertad.
Aunque, por supuesto, la libertad merece un artículo aparte. Así que ruego que toda crítica sobre cualquier opinión respecto a la libertad se reserve para ese artículo.
Compañeros y compañeras, querido lector, la tierra siempre es una cuestión de problema y polémica, ya que mientras no se le reconozca al trabajador su enorme sacrificio y no se le escuche el campesino nunca dejará de pelear por lo que es suyo, más cuando encima sufre las inclemencias y disparates de las clases pudientes y la clase política. El campesino debe buscar su emancipación, así como lo debe hacer el obrero, el estudiante o cualquier persona que luche por su libertad natural, por llegar a vivir con dignidad.
Luchando, frenéticamente, para conseguir de una vez ser los dueños de nuestros propios destinos, llevando la antorcha de la anarquía allá por donde acuda cualquier anarquista que ama con todo su corazón a sus compañeros y la tierra que le da de comer y de la que ha surgido.
No podemos ser tan narcisistas y arrogantes como para apropiarnos de todo aquello de lo que vivimos o en lo que trabajamos, a pesar de que las personas que poseen las tierras, en su mayoría, no las trabajan, sino que se dedican a esperar el beneficio que genere el trabajo de los demás. Es curioso, porque en nuestro día a día siempre nos quejamos de aquellas personas que sin trabajar reciben pagas del gobierno y aditivos económicos, pero bien que tampoco dan un palo al agua los capitalistas, los empresarios, los nobles, los políticos, los aristócratas, los oligarcas, las grandes fortunas… Deberíamos empezar a quejarnos más de este tipo de gente parásita, que es precisamente quien rompe nuestra libertad y nos esclaviza, solucionar este problema, y luego pasar con otros como ociosos y aprovechados del sistema. Esta gente no debería ser nuestra mayor preocupación en ese sentido, deberíamos centrarnos más en la raíz de la cuestión para poder arrancarla de una vez y poder llegar a progresar realmente como sociedad.
La tierra no es de nadie, no puede serlo, pero no por ello es motivo de descuido o desaprovechamiento de la misma tierra. El ser humano debe cuidarla y trabajarla, no explotarla y destrozarla. ¡Y los beneficios que de esta se obtengan deben estar en manos de todas aquellas personas que trabajen en ella o que contribuyan a su cuidado!